lunes, 1 de febrero de 2016

Un paseo por Santiago de Compostela

Con la mañana y la tarde libres, este viernes pasado, y un día con sabor a sonrisa, decidí ir hasta Santiago, que era algo que hacia ya demasiado que no hacia. Es un paseo que normalmente me carga las pilas y pese a un sabor agridulce que siempre me tiene me sirve para librar mis ojos de malos sabores, eso de ver que el mundo no termina en las cuatro paredes del pueblo en que vivo. Que hay más vida que esa.

Fue agradable en general.

En Fernando VII encuentro una de las librerías por las que me gusta pasar con las estanterías de sus escaparates vacías, la puerta cerrada y un gran cartel advirtiendo del cierre. Poco después, ya en otra calle, encuentro otra, esta vez pequeña pero que fue importante para mí cuando coleccionaba sellos, también cerrada. La crisis supongo se las llevo por delante. Por suerte Follas Novas sigue en pie y funcionando, me encanta ese olor que tiene a libros nuevos esperando nuevo dueño. Siempre me recuerdan las librerías a los orfalinatos.

Paso por delante de las puertas de la facultad de filosofía. Lo hago intencionadamente, me gusta ver su alumnado, el curso pasado vi entrar en ella a una pareja de góticos, y desde entonces me pregunto si solo estaban como yo de paso o son alumnos en ella. Pero pese a ser viernes tenía las puertas cerradas y no vi deambular alumno alguno, quizá era festivo y por lo tanto no lectivo para ellos, no lo sé. Lo mismo ocurre con la de Historia, tiene la puerta principal cerrada, no miro la otra.
Me gusta entrar por esa puerta, mirar para el pilar de su umbral donde una pequeña placa de bronce nos informa de a que altura estamos en ese punto sobre el nivel medio del Mediterráneo. Es la facultad más hermosa que tiene Compostela, sus piedras respiran y exhalan historia. Siempre me hace sentir paz.

Llego a la plaza de la Quintana, ya no recuerdo quién me contó una vez que era un cementerio. En una parte Quintana Baja se enterraban los pobres, en la Quintana Alta los ricos, me siento sobre las escalinatas de la Quintana Alta, es la mejor perspectiva, veo la gente pasar, la catedral a mi derecha cercana y ajena a la vez, lejos queda mi viejo idilio con ella. Bajo por platerías, dudo por un momento si pasar o no por la plaza de la actual fachada principal, doblar por el Hostal de los Reyes Católicos y a un paso llegar hasta la pared de una iglesia que en su tiempo debió tener también su cementerio o eso deduzco pues en esa pared encontré que en caso contrario no parece tener sentido.
Tiene esa pared en su piedra esculpido un relieve de calavera humana sobre dos tibias, y entorno a ello una advertencia que reza “así como te ves me vi, así como me ves te veras”, pero me digo que no, ya lo he visto muchas veces y es otra cosa lo que me apetece ahora.

Retorno a la zona nueva de Santiago y dejo atrás la vieja, entro en un bar y restaurante, pensado más bien para una clientela estudiantil, un negocio familiar. Miro, no veo lo que busco, me pido un café y espero, en vano. Pasa el tiempo y se me hace la hora de comer, pero no quiero comer allí, no me gusta la clientela, me recuerdan aquello mismo que pretendo olvidar en Santiago. Salgo y me encamino al Galeón, aun es relativamente temprano y no tendré que hacer cola, odio esas colas, por eso siempre voy temprano o muy tarde. Su madera, el sable, todos esos barcos de vela hace que, yo que nunca en la vida me he sentido en casa, me sienta un poco en casa. Termino rápido y digo no cuando me pregunta el camarero si quiero un café, lo quiero pero en otro sitio, pago y me voy. Vuelvo al bar restaurante de antes.

De nuevo nada, me pido ese otro café pero vana es la espera. Termino marchando, se me va haciendo tarde. Volveré en otra ocasión, ya lo sé, tengo una amiga que suelo ver allí.

Mi interés por ese local comenzó hace unos seis años, la primera vez que entre en él no fue otra la razón que el estar cercano a la parada de autobús y que aun me faltaba mucho para que este llegara.
Tras la barra estaba la familia que lo lleva. Fuera de la barra había tres clientes, dos mujeres y hombre, de entre cincuenta y sesenta años, que también parecían una familia, también estaban dos niñas, de unos tres años una de ellas, de unos tres años más la otra, ambas, por lo que escuchaba y vi supe eran hijas de la familia que regenta el local, la niña mayor cuidaba de la pequeña y llevaba yo un buen rato observando como se desvivía cariñosamente por estar totalmente atenta a la pequeña. Me maravillaba esa dedicación. Y, fue entonces cuando la conversación de los adultos me golpeo.

Los clientes, visitantes comenzaron a alagar a la pequeña, ante sus padres, y los padres corrieron encantados a darles toda la razón del mundo y más. La pequeña era alegre, estaba maravillada con el mundo, todo era para ella sorpresa y fiesta, su alegría resultaba contagiosa, era una cura penas, pues bastaba que anduviera cerca para sentir también alegría. Todos estaban de acuerdo, incluso en eso lo hubiera podido estar yo, pero lo hacían comparando a la pequeña con la mayor. Ese era el problema. La mayor sabía que no todo era fiesta, que la vida pesa. No podía transmitir esa alegría pura que nace de la inconsciencia y solo en ella es posible.

La mayor estaba haciendo un trabajo de adulta, con solo seis años, y salvo por lo menuda que era no se me ocurre nadie que pudiera ser mejor y más atenta niñera de la pequeña. Y, escucho, igual que yo, como la pequeña era mejor que ella, pues reía la una y no la otra y en ese reír radicaba según ellos que la una valiera más que la otra “a outra nunca sera como a pequena” dicho por su madre y con cierto tono de queja son el puñado de palabras que no olvido de todo aquello.

Y, yo no dije nada, me calle como me callo tantas cosas y tantas veces callo. Pero, sin desvalorizar a la pequeña, la impresionante era la que con solo unos seis años estaba haciendo un trabajo de adulta igual de bien que lo podría hacer yo.

Pero desde entonces, siempre que voy a Santiago, si me es posible paso por allí y la mayor ya sabe que lo primero que hago al entrar es mirar si está ella y que solo entonces sonrió y no lo vuelvo hacer en ningún momento salvo si me cruzo con ella al salir o similar. A nadie más “veo” y a nadie más sonrió. Y me gusta ver como van pasando los años y la niña que aquel día quedo dolida y cabizbaja va creciendo firme y segura de si misma, Y, pienso que seguro que no mucho pero que algo si que tienen que ver con ello esas sonrisas que con nadie más comparto. Ella sabe que de todos los allí presentes es ella a quien yo prefiero.

Y, pienso que entre nosotras, sin habernos cruzado una palabra, hay una amistad veraz, que dentro de treinta años de saber ella donde dar conmigo la haría irme a ver al asilo de ancianos en el que ya nadie me visitaría, pues veo en ella y en la profundidad desde la que nos miran sus ojos que es esa clase de gente, que rara vez encontramos, que sí hace cosas que de nadie más podemos esperar y tan necesarias nos son.

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